Todos nos auto-observamos críticamente y nos cuestionamos en cada encuentro, pensando en cosas como si tenemos buena presencia, si actuamos bien, o si hablamos adecuadamente. Queremos sentirnos aceptados y buscamos la aprobación de los demás.
Esto se debe a que nuestra identidad y nuestra valoración no vienen dadas por los genes, sino que se constituyen en la interrelación con nuestro entorno familiar y social. No siendo nuestra personalidad tan independiente como creemos.
Cuando hay miedo al rechazo puede haber un exceso de timidez, y de tensión en las relaciones. El encuentro con el otro no es confiado, seguro, sino que implica conflicto, desazón, e incomodidad.
Se le está otorgando más poder de la cuenta. Cualquier opinión o gesto suyo nos afecta; lo vivimos desproporcionadamente. Sea para aceptarnos o rechazarnos.
Esto puede llevar a una entrega servil, a ceder en nuestras opiniones y a no manifestar nuestros deseos. Querer permanecer pasivos, o ser invisibles, y no llamar la atención.
En otros casos la reacción puede ser opuesta y comportarnos agresivamente, irónicos, despectivos, como si no nos importara el otro.
Detrás de esta situación hay una inseguridad, basada en varios factores: Por un lado la desvalorización de uno mismo. Por otro una exigencia desproporcionada de lo que uno tendría que ser y tendría que lograr. Se proyectan estas desvalorizaciones y exigencias en los otros, viviéndose el rechazo como algo seguro.
Es preciso invertir las auto-descalificaciones en que uno incurre y fijarse en las cosas valiosas que se tienen. Aprendiendo a disculpar los propios errores y fallos. No sirve de nada atacarse a uno mismo. Si uno se rechaza a sí mismo, ¿cómo pretender que los otros no le rechacen?
Es difícil dejar de atacarse, pues esa actitud se basa en lo que hacían nuestros padres, y las figuras importantes de la infancia, que nos rechazaban, o que no nos daban cariño.
Debemos apoyarnos en recuerdos y testimonios de otras personas que sí nos valoren, que nos quieran y nos devuelvan un reflejo positivo de nuestra imagen. Para así rebajar ese rechazo interno, y esas exigencias sobre cómo somos. Para poder tomar nuestras cosas con más cariño y aceptación. Proyectando en el otro, en vez de rechazo, simpatía y acogida.
Hay que dedicar energía y tiempo a esta tarea y a cultivar relaciones que nos sirvan para crecer en autoestima y confianza. Poniendo en su justo lugar tanto lo bueno y valioso, como las limitaciones propias, para sentirnos más seguros.
Esa seguridad no va a evitarnos que nos puedan rechazar, pero sí puede evitarnos que sintamos estos miedos injustificados.
febrero 2002
Zero 37
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