Acariciar es una de las actividades más humanizantes que existen, y nunca es mal momento para intentar hacerlo, si estamos con la persona adecuada y es libremente aceptado.
Desde pequeños cumple una función integradora de la personalidad y favorece la sensación de existencia. Curiosamente nos apetece acariciar a los bebés, que lo necesitan como una alimento psicológico.
De mayores, la capacidad de acariciar y ser acariciados, depende de varios factores. Uno primordial es el modo en que fuimos acariciados y cómo vivimos el contacto físico y emocional con nuestros padres y cuidadores. Hay personas que sufren de una incapacidad de contacto, y evitan que se les acerquen mucho, que se les bese y se les toque. Y procuran tocar poco. Evitan algo que les crea un conflicto o al menos una incomodidad de causa inconsciente. Simplemente saben que tienen ese carácter poco aproximativo y con tendencia al aislamiento físico y psíquico.
Pero como decía antes la caricia nos es necesaria y no solo como el prolegómeno de una relación sexual. La caricia mutuamente consentida y correspondida, crea un vínculo especial. Es un diálogo sin palabras en donde uno y el otro se establecen como dos personas conscientes de la presencia del otro. Rompe con la forma habitual de relación que tenemos que vivir en el trabajo, y en las relaciones formales, para hacernos sentir que el otro nos siente, lentamente.
La caricia invita al silencio comunicativo. Estamos más presente que cuando hablamos. Comunicamos nuestra buena disposición hacia el otro, nuestro cariño, nuestra ternura, el deseo de intimidad en el que se respeta al otro. La caricia permite que uno se sienta un sujeto concreto, corporal, con una identidad para el otro. Da seguridad e invita a la contemplación del otro, a percibirle, a pensarle como ser completo. Y aunque se pueda vivir pasivamente invita a la acción recíproca y a la vivencia del amor.
La caricia despierta el cuerpo, las sensaciones, nos lleva a “encarnarnos” en nosotros mismos tras pasar horas o días en los que somos personajes sociales, pero que apenas nos sentimos corporalmente a nosotros mismos. Vamos por la vida realizando funciones, mostrando fachadas, siendo personajes de un teatro social, y es eso lo que se viene abajo durante el momento de las caricias.
La caricia y el abrazo nos hace sentirnos contenidos, apoyados, vividos por el otro, y que podemos al hacerlo dar apoyo, contención o vida. Es fuente de gozo, de alegría serena y de felicidad. Calma las angustias y los sentimientos agresivos. Distiende.
La pena es que los hombres en general lo hemos tenido vedado en nuestra educación a partir de cierta edad, y cuesta reaprenderlo y liberar esta fuente de placer y comunicación; de existencia plena con el otro.
No tienen que circunscribirse a los momentos sexuales, pues su función no es solo erótica. Aunque primordialmente lo hacemos con la persona amada y entonces es fácil que invite a continuarse con una actividad erótica. Pero ojalá pudiéramos ser más tiernos con los demás, y mostrarles nuestro afecto y nuestro interés con alguna caricia, con cierto contacto físico: cogerse del brazo al pasear, recostarse en el otro, cogerse las manos al hablar, abrazarse...
Para los ancianos, que ya han vencido ese pudor de ser tocados y muy al contrario, lo agradecen, tocar es una de las formas privilegiadas para estar con ellos; en ocasiones por su propio deterioro mental pueden tener poco que contarnos, pero estar ahí vivos y conscientes de nuestra presencia física cariñosa. Y nosotros podemos recibir mucho de esa experiencia corporal.
Tenemos que aprender y fomentar un tipo de caricia en la que miro al otro, le tengo en cuenta en todo su ser, y le invito a sentirse un “sujeto” conmigo, y no un “objeto” de mi deseo o un objeto para mi uso. Una caricia que humanice y haga presente al otro y no que le borre como ser en sí mismo.
Diciembre de 2003
(publicado en Zero 60)
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